domingo, 16 de mayo de 2010

Muera desesperado el que ríe de los enfermos.

Era Noviembre.

Me había ido a pasear a la orilla del río, a la hora de comer, porque no tenía ningún apetito. No había nadie. Un viento frío y húmedo soplaba de la montaña; algunas nubes grises rodeaban el valle. A larga distancia distinguí a un hombre mal vestido, que andaba encorvado por entre las rocas, como si buscase algo. Me acerqué a él y, al ruido de mis pasos, se volvió. Tenía una fisonomía interesante, con cierta expresión de tristeza que revelaba un corazón honrado. Como su traje indicaba que era un hombre del pueblo, creí que no se disgustaría porque me preocupase por él, y le pregunté que hacía. Liberando un profundo suspiro, me contestó:

- Busco flores y no las encuentro.
- Ya lo creo - repuse sonriendo.- ; ahora no es tiempo de flores. Es invierno.
- Pero hay muchas. - añadió acercándose a mi. - En mi jardín tengo rosas y dos especies de madreselva... Una me la regaló mi padre; esta florece ahora con la rapidez de los hierbajos y, sin embargo, busco flores y no las encuentro. También aquí hay flores en todo tiempo: las hay amarillas, azules y rojas... y hay centauras, que son unas florecillas muy lindas. ¿No las veis? Pues en vano las busco; no encuentro ni siquiera una.

Yo notaba en sus palabras y en su aire un perfume zahareño y febril, y mañosamente le pregunté para qué quería las flores. Una sonrisa extraña e infantil contrajo su semblante.

- Si me prometéis no hacerme traición - dijo, poniéndose un dedo silencioso en la boca.- os diré que quiero ofrecer un nuevo ramo a mi novia.
- ¡Bien, muy bien! - repliqué.
- ¡Oh!, ella tiene muchas cosas buenas...; es rica.
- Y sin embargo, hace caso de vuestros humildes ramos.
- Lleva diamantes... y una corona...
- Pues, ¿quién es? ¿Cómo se llama?

Sin responder a esta pregunta, añadió:

- Hubo un tiempo en que yo estaba bien; pero hoy..., hoy todo ha concluido. Ya no soy nada más que... - Sus ojos, preñados de lágrimas, se fijaron en el cielo con viva expresión.
- ¿Érais feliz entonces? - le pregunté.
- ¡Ah! ¡Ojalá lo fuera ahora mismo! Sí, vivía contento, alegre, ligero como un pez en el agua.
- ¡Enrique! - exclamó en aquel instante una anciana que se aproximaba a nosotros según el curso del río. - ¿Dónde te metes? Ando buscándote por todas partes. Vamos, vente a comer.
- ¿Es vuestro hijo? - le pregunté adelantándome hacia ella.
- Si, señor; es mi pobre hijo. Dios me ha dado una cruz bastante pesada.
- ¿Hace mucho tiempo que está así?
- A Dios gracias, hace ya seis meses que ha recobrado la tranquilidad. Pero antes, durante un año, ha estado demente y fue preciso encerrarle en una casa de locos. Ahora no hace mal a nadie; pero siempre está soñando con reyes y emperatrices. ¡Era tan bueno y cariñoso! Me ayudaba a vivir con el producto de sus manos, porque tenía una letra preciosa... De repente, dio en estar caviloso; cayó enfermo de una fiebre devoradora, y ahora..., ya veis el estado en que se encuentra. Si el señor quiere que le cuente...

Interrumpí este flujo de palabras para preguntarle a qué época se refería su hijo cuando decía que había sido muy dichoso.

- ¡Ah, señor! El pobre alude al tiempo en que estaba completamente loco; el que pasó en el hospital, cuando no tenía conciencia de sí mismo. No cesa de recordar aquellos días como los más felices de su existencia.

Puse una moneda de plata en las manos de la anciana y me alejé casi corriendo. No quería que notaran mis lágrimas.

¿Estará escrito en el destino del hombre que sólo puede ser feliz antes de tener razón o depués de haberla perdido? ¡Qué infeliz es la razón! ¡Qué desgraciado el poseer una chispa de juicio!