miércoles, 16 de junio de 2010

Himno de la noche.

¿Ha de volver siempre la mañana? ¿No tendrá nunca fin el poder de la tierra? Siniestra agitación devora el vuelo celestial de la noche que se acerca. ¿No va a arder para siempre la ofrenda secreta del amor? Los días de la luz están contados; pero fuera del tiempo y del espacio está el imperio de la noche. El sueño dura eternamente.

Sagrado sueño — no escatimes la felicidad a los que en esta jornada terrena se consagran a la noche. Sólo los insensatos te ignoran y no conocen otro sueño que el de la sombra que tú, compasiva, arrojas sobre nosotros en el crepúsculo de la noche verdadera.

Ellos no te sienten en el dorado mosto de las uvas — ni en el aceite milagroso del almendro, ni en la parda savia de la amapola. No saben que eres tú la que envuelve los pechos de la tierna muchacha y convierte su regazo en un edén — no sospechan siquiera que tú, desde antiguas historias, sales a nuestro encuentro abriéndonos las puertas del cielo, trayendo la llave de las moradas de los bienaventurados, silenciosa mensajera de infinitos misterios.

martes, 1 de junio de 2010

De la alegría.

Pretendéis que la desesperación y la agonía sólo sean preliminares, que el ideal consista en superarlas y luego reír. Pensáis que la alegría es la única salvación; desprecíais todo lo demás. Calificáis la obsesión por el dolor propio como egoísmo, siendo para vosotros generosa sólo la alegría. Pues bien, yo me pregunto a veces si existirá en la creación cosa más egoísta que lo que llamáis alegría... ¿Qué es la alegría más que esa enajenación que nos induce a la inconsciencia del sufrimiento y la maldades diabólicas que nuestra raza inventa para ella misma; ese sentimiento que nos eleva al bienestar en el olvido aséptico del horror y las injusticias y que nos crea disfrute aun cuando sobre la tierra, probablemente, no exista ni una sola causa para sentirse verdaderamente alegre?

Si un hombre es feliz es que no considera los males que afectan a su mundo.

Pero aún peores que esos que os consentís el delicioso egoísmo de sentiros asiduamente alegres me parecéis quienes, no satisfechos con vuestro artificio encantador, insistís en una alegría ajena que aclare vuestra mareada vista; esos que no toleráis a vuestro lado algo tan ordinario como puedan ser la apatía, la depresión, la agonía, la desesperación o el sufrimiento e intentáis trasformar la tristeza con paliativos venenosos cuando no prefierís apartarla.

Esa alegría, como digo, a veces nos la ofrecéis en lo que consideráis caridad y a mi se me aparece como ostentación; pero, ¿cómo queréis que la aceptemos viniendo del exterior? ¡Más notable es el cariño de la condolencia que una inyección de obligada risa! Y la condolencia sólo surge del propio sufrimiento... ¡Qué náuseas me causa todo eso! ¿No entendéis que mientras que la alegría no brote de nuestros propios de recursos y de nuestro propio egoísmo, las intervenciones exteriores no sirven para nada? ¡Qué fácil es recomendar la alegría a quienes no pueden regocijarse! ¿Se dan cuenta los que proponen la alegría de lo que significa ya no el hundimiento sino el temor a la depresión inminente, al suplico constante del presentimiento de la tristeza aún en la tarde que el alma parece sonreírse?

Admito que la alegría sea un estado de embriaguez paradisíaca; embriago en tanto que no tiene nada que ver con la realidad de las cosas. Pero ese estado sólo puede alcanzarse mediante una evolución natural a la inconsciencia.

Siendo los melancólicos vitales incapaces de experimentarla, la alegría ejerce suficiente encanto y misterio sobre ellos como para que no le encuentren una justificación. Esto la dota de un carácter mítico, lejano, divino... Como la belleza, para mí, la alegría no necesita una justificación. Por eso la alegría es algo totalmente irracional además de egoísta.

Por desgracia yo padezco también la enfermedad de querer buscarle una razón a las cosas. Es así como la propia alegría me causa pena.